CRÓNiCA SENTiMENTAL:
EL HUEVO DE PASCUA
CRÓNiCA SENTiMENTAL:
EL HUEVO DE PASCUA
Si la Historia del huevo, en general, y del de Pascua, en particular, no permite contestar al dilema ancestral “¿qué fue primero, el huevo o la gallina?”, por lo menos, ofrece un sabroso viaje hasta el corazón (y el estómago) de las culturas y de las civilizaciones que han ido sucediéndose y nutriéndose las unas de las otras. Símbolo del ciclo de la vida desde Europa hasta Asia pasando por América, el huevo (duro o no) y, más tarde, de chocolate negro, blanco o con leche, ha pasado de mano en mano y cruzado océanos sin caer nunca de su sagrado pedestal, a la vez, pagano y teológico. Crónica sentimental del Huevo desde su papel en la Creación hasta su poder de recreación (¿sin colesterol?).
Antes de domesticar el fuego, de aguantarse recto y de usar plato, nuestros ancestros y dignos herederos del Homo Habilis africano, ya comían huevos... crudos de cualquier ave ponedora cuando no encontraban carne suficiente para alimentarse, hace unos 1,6 millones de años antes de nuestra era cristiana. En cuanto a la domesticación de la gallina y concienciación de las cualidades nutritivas de su “fruto”, remontaría al año 2000 a.C. en la India oriental y alrededor del año 1400 a.C. en China, pero el debate entre historiadores sigue abierto. Mientras tanto, por las costas mediterráneas, los fenicios de Canaán (Israel, Siria y Líbano actuales) así como los egipcios integraron poco a poco el huevo en su alimentación diaria que los griegos asimilarían, luego, con facilidad como elemento básico en su cocina casera. Separadas o revueltas, la yema y la clara se impusieron en los platos de los europeos hambrientos de la mano y del yugo de los romanos sedientos de poder.
Paralelamente a su incontestable valor nutricional, el huevo alimentó rápidamente las mentes en busca y captura de una explicación lógica al origen del mundo. Las civilizaciones antiguas, desde los chinos, indios, persas, hebreos y egipcios hasta los griegos, celtas y latinos, utilizaron, cada una a su manera, la imagen del “huevo cósmico” para describir el estado inicial del mundo, encerrado en un enorme huevo, antes de ser fecundado por ¿? (la pregunta del millón y la respuesta más) y del Caos (o Big Bang). Resumiendo mucho mucho, el huevo se veneró en todas las culturas por su papel esencial en el mito de la creación universal.
Con el tiempo, la llegada de las supersticiones, pasiones y religiones no tardó en dotar al huevo de misteriosos poderes benéficos o maléficos, según el caso, ya que las nuevas creencias siempre se inspiran de las celebraciones y costumbres establecidas para imponer, al pueblo por convencer y convertir, las suyas como fruto o contrapunto de las anteriores. Así fue como los apóstoles del Evangelio conservaron, después de construir iglesias en las mismas fundaciones de los templos paganos, la tradicional fiesta de los huevos -heredada a su vez de los egipcios- como ofrenda para celebrar la primavera... y, gracias a Jesucristo, la Pascua. Para personalizar un poco más la celebración, el conejo hizo su entrada en el escenario festivo como guiño al episodio bíblico de la Resurrección de Jesús (al tercer día de haber sido crucificado) que el pequeño animal presenció. Al no poder contarlo con palabras, el mamífero orejudo transmitió su mensaje repartiendo huevos pintados como consagrado símbolo de la vida y, por consiguiente, de la resurrección del Hijo de Dios.
Sin embargo, el resto del año y durante toda la Edad Media, el huevo brillaría por su ausencia en la gastronomía europea al prohibir la iglesia católica su consumo junto con el de la carne, durante más de 160 días al año. Entonces, los huevos que ponían las gallinas, incapaces de adaptarse al calendario litúrgico, se conservaban en grasa líquida o cera hasta los días pascuales y, poco antes del gran día, se pintaban sus cáscaras para disimular las manchas ocasionadas por dichos conservantes. Poco a poco, la iglesia se relajó y el culto a los huevos entró también en los palacios adaptando su decoración a los recursos de sus poderosos dueños como, por ejemplo, los huevos reales de Luis XIV -el Rey Sol de 1643 a 1715-, recubiertos de oro, a la atención tanto de sus cortesanas como de sus cortesanos; o los huevos imperiales de los zares de Rusia, decorados con piedras preciosas, cada año diferentes, por Carl Fabergé, entre 1885 y 1917.
Hoy en día, desde los Balcanes hasta los Baleares, desde Londres hasta Buenos Aires, la tradición de los huevos de Pascua perdura con un sinfín de variantes de materiales, colores y sabores. Y, aunque sigamos sin saber qué fue primero, ¡feliz lunes de Pascua sin gallina de convidada de piedra sino con un conejo de mensajero al compás de las campanas que volverán a repicar después de tres días de silencioso duelo para celebrar... al fin y al cabo, la vida!
PD: En cuanto al “Huevo de Colón” que, según el diccionario de la Real Academia Española, hace referencia a una “cosa que aparenta tener mucha dificultad pero resulta fácil al conocer su artificio”; y al “huevo de pascual virtual” que consiste en un mensaje oculto contenido en películas, CDs, DVDs, videojuegos o programas informáticos, tampoco nos ayudan a contestar a nuestra pregunta inicial.
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Si la Historia del huevo, en general, y del de Pascua, en particular, no permite contestar al dilema ancestral “¿qué fue primero, el huevo o la gallina?”, por lo menos, ofrece un sabroso viaje hasta el corazón (y el estómago) de las culturas y de las civilizaciones que han ido sucediéndose y nutriéndose las unas de las otras. Símbolo del ciclo de la vida desde Europa hasta Asia pasando por América, el huevo (duro o no) y, más tarde, de chocolate negro, blanco o con leche, ha pasado de mano en mano y cruzado océanos sin caer nunca de su sagrado pedestal, a la vez, pagano y teológico. Crónica sentimental del Huevo desde su papel en la Creación hasta su poder de recreación (¿sin colesterol?).
Antes de domesticar el fuego, de aguantarse recto y de usar plato, nuestros ancestros y dignos herederos del Homo Habilis africano, ya comían huevos... crudos de cualquier ave ponedora cuando no encontraban carne suficiente para alimentarse, hace unos 1,6 millones de años antes de nuestra era cristiana. En cuanto a la domesticación de la gallina y concienciación de las cualidades nutritivas de su “fruto”, remontaría al año 2000 a.C. en la India oriental y alrededor del año 1400 a.C. en China, pero el debate entre historiadores sigue abierto. Mientras tanto, por las costas mediterráneas, los fenicios de Canaán (Israel, Siria y Líbano actuales) así como los egipcios integraron poco a poco el huevo en su alimentación diaria que los griegos asimilarían, luego, con facilidad como elemento básico en su cocina casera. Separadas o revueltas, la yema y la clara se impusieron en los platos de los europeos hambrientos de la mano y del yugo de los romanos sedientos de poder.
Paralelamente a su incontestable valor nutricional, el huevo alimentó rápidamente las mentes en busca y captura de una explicación lógica al origen del mundo. Las civilizaciones antiguas, desde los chinos, indios, persas, hebreos y egipcios hasta los griegos, celtas y latinos, utilizaron, cada una a su manera, la imagen del “huevo cósmico” para describir el estado inicial del mundo, encerrado en un enorme huevo, antes de ser fecundado por ¿? (la pregunta del millón y la respuesta más) y del Caos (o Big Bang). Resumiendo mucho mucho, el huevo se veneró en todas las culturas por su papel esencial en el mito de la creación universal.
Con el tiempo, la llegada de las supersticiones, pasiones y religiones no tardó en dotar al huevo de misteriosos poderes benéficos o maléficos, según el caso, ya que las nuevas creencias siempre se inspiran de las celebraciones y costumbres establecidas para imponer, al pueblo por convencer y convertir, las suyas como fruto o contrapunto de las anteriores. Así fue como los apóstoles del Evangelio conservaron, después de construir iglesias en las mismas fundaciones de los templos paganos, la tradicional fiesta de los huevos -heredada a su vez de los egipcios- como ofrenda para celebrar la primavera... y, gracias a Jesucristo, la Pascua. Para personalizar un poco más la celebración, el conejo hizo su entrada en el escenario festivo como guiño al episodio bíblico de la Resurrección de Jesús (al tercer día de haber sido crucificado) que el pequeño animal presenció. Al no poder contarlo con palabras, el mamífero orejudo transmitió su mensaje repartiendo huevos pintados como consagrado símbolo de la vida y, por consiguiente, de la resurrección del Hijo de Dios.
Sin embargo, el resto del año y durante toda la Edad Media, el huevo brillaría por su ausencia en la gastronomía europea al prohibir la iglesia católica su consumo junto con el de la carne, durante más de 160 días al año. Entonces, los huevos que ponían las gallinas, incapaces de adaptarse al calendario litúrgico, se conservaban en grasa líquida o cera hasta los días pascuales y, poco antes del gran día, se pintaban sus cáscaras para disimular las manchas ocasionadas por dichos conservantes. Poco a poco, la iglesia se relajó y el culto a los huevos entró también en los palacios adaptando su decoración a los recursos de sus poderosos dueños como, por ejemplo, los huevos reales de Luis XIV -el Rey Sol de 1643 a 1715-, recubiertos de oro, a la atención tanto de sus cortesanas como de sus cortesanos; o los huevos imperiales de los zares de Rusia, decorados con piedras preciosas, cada año diferentes, por Carl Fabergé, entre 1885 y 1917.
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