En el mundo de la rectitud todo debe llevar una etiqueta, aunque quien las ponga no tenga muy clara la composición del producto. La palabra “queer” apareció en la Inglaterra del siglo XVII para servir de cajón de sastre en una sociedad en la que todo lo que parecía diferente a la norma debía ser marcado y etiquetado. Se dice que, en los cajones de sastre, entra todo aquello con lo que no sabemos muy bien qué hacer, sin orden ninguno ni clasificación previa. En esos baúles se guarda todo mezclado, todo lo que no tiene sitio propio, todo lo que no identificamos con una sola utilidad. Para entendernos, es ese cajón que todos tenemos en la cocina de casa, donde vamos metiendo lo que se nos queda en las manos y no tiene un hueco predefinido en el hogar. Ni una cosa, ni otra, ni chicha, ni limoná, ni blanco ni negro, ni hombre ni mujer…

   Al principio, el adjetivo “queer” fue el comodín despectivo que sacó de su baraja de naipes lingüísticas la sacro santa sexualidad hetero o “straight” (“recto”) para designar lo “extraño”, “raro”, ”alienado” o “torcido”; por extensión, “maricón”, “homosexual” o “gay” al usarlo como sustantivo, y para “desestabilizar”, “perturbar” o “molestar” al conjugarlo. En otras palabras, era un insulto. También, en un escaso y cegado mundo, una manera de nombrar a los que no sabían cómo nombrar: los marginados. Pero, el vocablo se rebeló y cambió de sentido cuando las comunidades gays y lesbianas decidieron adoptarlo como seña de identidad a modo de vuelta de tuerca. Desde entonces, la voz “queer” es la naturaleza subversiva de una mujer que renuncia a una femineidad establecida, es la mujer masculina que acompaña el “XX” con una “Y”; es la esencia de un hombre afeminado, sensible más allá de lo que se espera; es una persona vestida con ropa del género que física y supuestamente no le corresponde. Son dos géneros en uno. Es el no género hecho trans-género.

   Para entendernos, la teoría y la práctica “queer” es todo lo contrario a un corsé, es libertad de movimiento y actuación, es sentimiento sin correas que constriñan los deseos que se salen de las normas. “Queer” es la etiqueta que etiqueta aquello que, de entrada, no se debería etiquetar.

   Hace 2 años, el cantante Anthony Hegarty (Anthony and the Johnsons) decía que ser queer era su pasión, lo que le daba fuerzas y creatividad, que era moverse entre la luz y la sombra. Decía, también, que las personas transgénero ofrecen una nueva interpretación de cómo comportarse en masculino pero con el conocimiento y la experiencia de lo femenino guardado en el bolsillo de atrás. O lo que viene a ser lo mismo: la filosofía queer preconiza compaginar lo masculino con lo femenino para vivir en la combinación y, de este modo, el género deja de existir como identificador.

   La fuerza del movimiento queer creció a mediados del siglo XX como una escisión entre las feministas más tradicionales y las activistas lesbianas que demandaban nuevas luchas. El primer grupo que se hizo oír fue el colectivo neoyorkino Queer Nation, en 1989, que consiguió introducirse en los campus universitarios y extenderse a países como Canadá y Gran Bretaña. A partir de ahí, el movimiento ha desarrollado su propia cultura, sus propios símbolos e historia y sus nombres propios como Teresa de Lauretis, en Italia, Judith Butler, Eve K. Sedgwick y Michael Warner, en EE.UU. y Beatriz Preciado, en España (en la ilustración).

   Profesora de teoría del género en París y escritora de Manifiesto Contra-Sexual, Testo Yonki y Pornotopía, la filósofa burgalesa es una de las voces indispensables dentro de las teorías trans-género, dentro de las que ella misma se inscribe. A Beatriz, no le da ningún reparo decir que el género se aprende, que quiere producir y crear la verdad, no descubrirla. Le interesa “eso que Foucault llamaba la invención de la libertad porque la libertad hay que inventarla”. Beatriz lleva el pelo moreno corto, chaquetas de caballero, camisas, camisetas y pantalones. Su look es aparentemente masculino, pero sus movimientos y su voz suave están llenos de la esencia de la femineidad. Ella no cree que haya células masculinas y femeninas, critica la división entre ambos géneros que establece el sistema tradicional y defiende que el cuerpo tiene una multiplicad de expresiones… Ella, cuanto menos, nos hace pensar.

                                                               (De Noemí Z., el 18 de marzo de 2014)

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