MARi QUiÑONERO
COLLAGE & OTHERS
MARi QUiÑONERO
COLLAGE & OTHERS
De pequeña coleccionaba cromos y recortes de revistas. Lo hacía a todas horas, llenando carpetas y carpetas con aquellos trozos de papel. Ahora con el tiempo, la artista murciana Mari Quiñonero (retratada aquí), de 38 años, ha sabido ver que nunca se lanzaba directa al dibujo. Siempre lo hacía a través de sus collages, después de buscar la pieza perfecta para cerrar su obra, y al no encontrarla, entonces sí, dibujaba. Hoy, sus creaciones forman parte de un nuevo universo de jóvenes artesanos patrios, que recuperan el gusto por las cosas bien hechas y la importancia de la belleza. Así se considera ella: una artesana. La palabra “ilustradora” no la define porque sus obras van más allá. Necesitan de esas texturas que tanto la caracterizan. Además, todas sus piezas son originales, lo que les concede la singularidad del tiempo y la magia de saber que son únicas.
Mari vino a Madrid hace 8 años para trabajar plasmando su elegancia en revistas y publicaciones hasta que, hace cuatro años, decidió tomarse en serio esto del arte. Atrás quedó una doble y agotadora vida, de tiempos imposibles y ritmo frenético. Hoy, se siente feliz, completa y afortunada de haber cerrado un círculo y sobre todo de poder bromear con su familia sobre un pequeño trauma de infancia, que la marcó.
Fue estudiando 5º de EGB, con unos diez años, cuando a Mari le mandaron hacer como deberes unos dibujos que dejó de lado por pura pereza. Cuando su madre y hermana se enteraron, se pusieron manos a la obra mientras pronunciaban: “¡Ay! Es que Mari no sabe dibujar”. Aquella inocente afirmación hizo mella, y tuvieron que pasar muchos años hasta que Mari lograra volver a coger un lápiz, pero cuando lo hizo, se sintió liberada.
Desde entonces, la artista autodidacta, amante del ensayo y el error, vive feliz con sus armoniosas composiciones, herederas tal vez de la educación visual que logró en sus años como estudiante de historia del arte. Su obra presume de gran limpieza visual. La misma de la que necesita estar rodeada para sentirse bien e inspirada. Mari no es de esos artistas atormentados y trasnochadores. A ella le gusta la luz natural de buena mañana y cuánto más tranquila y feliz, mejor resultado tendrá, y esto lo consigue en su casa, donde está como en la gloria.
Allí trabaja y recibe a su clientela, en especial mujeres que repiten, pues su obra engancha. En su hogar, rodeada de todo lo que es Mari Quiñonero, la compra se convierte en toda una experiencia. La gente quiere acercarse, ver y tocar la obra. Apreciar colores, volúmenes y texturas, y sobre todo, descubrir siempre algo nuevo.
Aún así, según Mari, a la gente le cuesta apreciar el tiempo y trabajo que supone una obra para un artista. Es el caso de la única pieza de la que nunca se ha desprendido: un collage de su serie dedicada a Delacroix, cuya copia de una obra trituró en la sede de la revista en la que por entonces trabajaba, para luego emplear tres horas en montar de nuevo aquello. Una atrocidad, que marca esta sociedad para los que están sumergidos en la prontitud. Sin embargo, estos artesanos van ganando terreno poco a poco, concentrados, por alguna extraña razón, en el barrio de Malasaña. En él lleva Mari cinco años, nutriéndose de conciertos, bares, amigos y vecinos, aunque cree que se va perdiendo la esencia con tanto “moderneo y postureo”.
Ahora, Mari prueba otras técnicas, desde el acrílico a la acuarela, y así lo veremos en su próxima exposición colectiva. Por si esto fuera poco, hace un año Quiñonero creó el colectivo Las Muy Perras, una iniciativa solidaria de rescate animal centrada en los galgos. Mari y su amiga y artista Rebeca Khamlichi, ambas propietarias de galgos, lo montaron de forma casual cuando las llamaron para rescatar a uno de estos canes. La protectora a la que lo llevaban no daba abasto e idearon una manera para aportar su granito de arena con lo que mejor sabían hacer: su trabajo. Desde entonces, y ya van por la tercera campaña, las dos artistas recaudan dinero para las protectoras y asociaciones de animales con las que colaboran, a través de la venta de artículos donados por artistas como Aitor Saraiba o Paula Bonet, escritores como Elvira Lindo o Antonio Muñoz Molina, o músicos como Quique González. Una vez más la belleza para lograr la felicidad.
(De Lidia Martín, el 17 de julio de 2017)
Referencias útiles:
Para seguir los pasos (re)creativos de MARi QUiÑONERO, conéctate a su web, su Facebook y su Instagram.
[Volver a Mi Petit Pinacoteca, Callejero o Blogosfera]
De pequeña coleccionaba cromos y recortes de revistas. Lo hacía a todas horas, llenando carpetas y carpetas con aquellos trozos de papel. Ahora con el tiempo, la artista murciana Mari Quiñonero (retratada aquí), de 38 años, ha sabido ver que nunca se lanzaba directa al dibujo. Siempre lo hacía a través de sus collages, después de buscar la pieza perfecta para cerrar su obra, y al no encontrarla, entonces sí, dibujaba. Hoy, sus creaciones forman parte de un nuevo universo de jóvenes artesanos patrios, que recuperan el gusto por las cosas bien hechas y la importancia de la belleza. Así se considera ella: una artesana. La palabra “ilustradora” no la define porque sus obras van más allá. Necesitan de esas texturas que tanto la caracterizan. Además, todas sus piezas son originales, lo que les concede la singularidad del tiempo y la magia de saber que son únicas.
Mari vino a Madrid hace 8 años para trabajar plasmando su elegancia en revistas y publicaciones hasta que, hace cuatro años, decidió tomarse en serio esto del arte. Atrás quedó una doble y agotadora vida, de tiempos imposibles y ritmo frenético. Hoy, se siente feliz, completa y afortunada de haber cerrado un círculo y sobre todo de poder bromear con su familia sobre un pequeño trauma de infancia, que la marcó.
Fue estudiando 5º de EGB, con unos diez años, cuando a Mari le mandaron hacer como deberes unos dibujos que dejó de lado por pura pereza. Cuando su madre y hermana se enteraron, se pusieron manos a la obra mientras pronunciaban: “¡Ay! Es que Mari no sabe dibujar”. Aquella inocente afirmación hizo mella, y tuvieron que pasar muchos años hasta que Mari lograra volver a coger un lápiz, pero cuando lo hizo, se sintió liberada.
Desde entonces, la artista autodidacta, amante del ensayo y el error, vive feliz con sus armoniosas composiciones, herederas tal vez de la educación visual que logró en sus años como estudiante de historia del arte. Su obra presume de gran limpieza visual. La misma de la que necesita estar rodeada para sentirse bien e inspirada. Mari no es de esos artistas atormentados y trasnochadores. A ella le gusta la luz natural de buena mañana y cuánto más tranquila y feliz, mejor resultado tendrá, y esto lo consigue en su casa, donde está como en la gloria.
Allí trabaja y recibe a su clientela, en especial mujeres que repiten, pues su obra engancha. En su hogar, rodeada de todo lo que es Mari Quiñonero, la compra se convierte en toda una experiencia. La gente quiere acercarse, ver y tocar la obra. Apreciar colores, volúmenes y texturas, y sobre todo, descubrir siempre algo nuevo.
Aún así, según Mari, a la gente le cuesta apreciar el tiempo y trabajo que supone una obra para un artista. Es el caso de la única pieza de la que nunca se ha desprendido: un collage de su serie dedicada a Delacroix, cuya copia de una obra trituró en la sede de la revista en la que por entonces trabajaba, para luego emplear tres horas en montar de nuevo aquello. Una atrocidad, que marca esta sociedad para los que están sumergidos en la prontitud. Sin embargo, estos artesanos van ganando terreno poco a poco, concentrados, por alguna extraña razón, en el barrio de Malasaña. En él lleva Mari cinco años, nutriéndose de conciertos, bares, amigos y vecinos, aunque cree que se va perdiendo la esencia con tanto “moderneo y postureo”.
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