iSABEL VARA
RESTAURANDO MALASAÑA
iSABEL VARA
RESTAURANDO MALASAÑA
“Para poder restaurar un mueble hay que saber de dónde viene, situarlo en el tiempo y comprenderlo. Solo así se puede respetar su esencia y hacer bien el trabajo”. Son las palabras de Isabel Vara, una de las pocas restauradoras profesionales que quedan en la Villa, una artesana cuyo taller resiste al paso del tiempo en pleno Malasaña, en el mismo local de la calle la Palma que ocupó hace 18 años y donde sigue luchando por extender, en una ciudad de usar y tirar, la cultura aún poco arraigada de apreciar las buenas piezas y la auténtica madera.
Todo empezó por la restructuración de la multinacional en la que trabajaba. Al verse en la calle, Isabel (retratada aquí) decidió dar un giro radical a su vida y aprender lo que más le gustaba. Había estudiado delineación, y durante los últimos años, se había dedicado a hacer planos para una empresa que fabricaba paneles de energía solar, pero entonces sintió una tremenda necesidad, la de entender los muebles. Se apuntó en una Escuela de Arte y Antigüedades, la única en la que podía cursar restauración de muebles y madera, y tras tres años de exitosos estudios, montó con una compañera y amiga su propio taller.
Juntas eligieron un local del que decidieron conservar su antiguo cartel. Con el nombre de “Fábrica de bronces”, rindieron homenaje a los entalladores de los años 30, que antes habían ocupado aquel espacio en una zona plagada de artesanos como doradores, carpinteros o herradores que servían a los conventos, iglesias y palacios que los rodeaban. Y cuando su socia se trasladó a Galicia y se despidió de esta aventura, Isabel decidió seguir sola, enganchada ya irremediablemente a un oficio que descubrió nunca le cansaba, y en especial, pensando en una asignatura que le marcó y que bajo el título de “Ética de la restauración” daba sentido a su trabajo.
Más allá de las habilidades, hay que tener una base de conocimiento. Los muebles son documentos que transmiten su época y cómo se vivía o trabajaba entonces, o por qué se usaban esos materiales y no otros. Con esta idea, cuando alguien trabaja una pieza debe hacerlo con respeto, usando las técnicas con las que fue construido para que, dentro de otros 100 años, se pueda seguir leyendo su historia y no perder ese increíble legado.
Es cierto que Isabel a veces tiene que intervenir, pues sus clientes además de la estética buscan funcionalidad ya que el destino de estas piezas no son los museos, sino casas particulares, con lo cual de vez en cuando hay que saltarse determinados pasos, pero eso sí, siempre manteniendo ese sabor añejo, y por supuesto, después de haber explicado todo el proceso al propietario. Estas charlas son necesarias antes de cualquier trabajo, y si alguien entra con intención de decapar un mueble isabelino, la restauradora intentará reconducirlo.
Conservación y reversibilidad son pues sus premisas, sin olvidar la ergonomía, con tal obsesión que cuando Isabel ve una silla siente una imperiosa necesidad de probarla, o si lo que se encuentra es una cómoda, abrirá todos sus cajones para comprobar que el diseño encaja con su eficacia. Tanto le afecta que allá adonde va, se fija en los muebles. Casas, locales o tiendas son paraísos en los que mirar y, discretamente, tocar. Como una experta descubre tesoros donde otros no ven nada especial, y aunque sabe que podría llevarse auténticos chollos si supiera callar, a Isabel le puede la profesionalidad y dar buenas noticias.
Preocupada por el continente y el contenido, visualiza los muebles perfectos para cada espacio. Enamorada de la arquitectura, salta de un mundo a otro sin parar de aprender y crear, trabajando piezas en las que reconoce, cada vez le cuesta más sorprenderse, aunque siempre acaba encontrando algo especial en todos los trabajos.
Entre lo que ha pasado por sus manos, recuerda una en especial, un Biedermeier austriaco de 1820, que había viajado por el mundo y que incluso había pasado un incendio. Fue una restauración de 2.500 euros, una cifra ya muy poco habitual en un Malasaña que no esconde piezas de “alta época” en sus hogares. De hecho, sus clientes han ido cambiando, y ahora acuden a ella jóvenes con más ganas que dinero, particulares del barrio y más allá, que repiten movidos por el buen hacer y por un boca a boca que no entiende de redes sociales.
Y así sigue Isabel, rodeada de utensilios, recortes y mucha mucha historia. Buceando continuamente en busca de imágenes y datos, que años después resuelven dudas o misterios de piezas casi olvidadas. Usando maderas antiguas que hoy suman la moda del reciclaje y las segundas oportunidades, descubriendo nuevas piezas, y con ellas, nuevos mundos que hoy, casi dos décadas después, siguen motivando a Isabel como el primer día.
(De Lidia Martín, el 14 de noviembre de 2017)
Referencias útiles:
FÁBRiCA DE BRONCES. TALLER DE RESTAURACiÓN (en la ilustración)
Calle de la Palma, 34
28004 Madrid
915 325 681
M Tribunal
Horario: de Lunes a Viernes, de 11h30 a 21h.
[Volver a Mi Petit Callejero o Blogosfera]
“Para poder restaurar un mueble hay que saber de dónde viene, situarlo en el tiempo y comprenderlo. Solo así se puede respetar su esencia y hacer bien el trabajo”. Son las palabras de Isabel Vara, una de las pocas restauradoras profesionales que quedan en la Villa, una artesana cuyo taller resiste al paso del tiempo en pleno Malasaña, en el mismo local de la calle la Palma que ocupó hace 18 años y donde sigue luchando por extender, en una ciudad de usar y tirar, la cultura aún poco arraigada de apreciar las buenas piezas y la auténtica madera.
Todo empezó por la restructuración de la multinacional en la que trabajaba. Al verse en la calle, Isabel (retratada aquí) decidió dar un giro radical a su vida y aprender lo que más le gustaba. Había estudiado delineación, y durante los últimos años, se había dedicado a hacer planos para una empresa que fabricaba paneles de energía solar, pero entonces sintió una tremenda necesidad, la de entender los muebles. Se apuntó en una Escuela de Arte y Antigüedades, la única en la que podía cursar restauración de muebles y madera, y tras tres años de exitosos estudios, montó con una compañera y amiga su propio taller.
Juntas eligieron un local del que decidieron conservar su antiguo cartel. Con el nombre de “Fábrica de bronces”, rindieron homenaje a los entalladores de los años 30, que antes habían ocupado aquel espacio en una zona plagada de artesanos como doradores, carpinteros o herradores que servían a los conventos, iglesias y palacios que los rodeaban. Y cuando su socia se trasladó a Galicia y se despidió de esta aventura, Isabel decidió seguir sola, enganchada ya irremediablemente a un oficio que descubrió nunca le cansaba, y en especial, pensando en una asignatura que le marcó y que bajo el título de “Ética de la restauración” daba sentido a su trabajo.
Más allá de las habilidades, hay que tener una base de conocimiento. Los muebles son documentos que transmiten su época y cómo se vivía o trabajaba entonces, o por qué se usaban esos materiales y no otros. Con esta idea, cuando alguien trabaja una pieza debe hacerlo con respeto, usando las técnicas con las que fue construido para que, dentro de otros 100 años, se pueda seguir leyendo su historia y no perder ese increíble legado.
Es cierto que Isabel a veces tiene que intervenir, pues sus clientes además de la estética buscan funcionalidad ya que el destino de estas piezas no son los museos, sino casas particulares, con lo cual de vez en cuando hay que saltarse determinados pasos, pero eso sí, siempre manteniendo ese sabor añejo, y por supuesto, después de haber explicado todo el proceso al propietario. Estas charlas son necesarias antes de cualquier trabajo, y si alguien entra con intención de decapar un mueble isabelino, la restauradora intentará reconducirlo.
Conservación y reversibilidad son pues sus premisas, sin olvidar la ergonomía, con tal obsesión que cuando Isabel ve una silla siente una imperiosa necesidad de probarla, o si lo que se encuentra es una cómoda, abrirá todos sus cajones para comprobar que el diseño encaja con su eficacia. Tanto le afecta que allá adonde va, se fija en los muebles. Casas, locales o tiendas son paraísos en los que mirar y, discretamente, tocar. Como una experta descubre tesoros donde otros no ven nada especial, y aunque sabe que podría llevarse auténticos chollos si supiera callar, a Isabel le puede la profesionalidad y dar buenas noticias.
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(De Lidia Martín, el 14 de noviembre de 2017)
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